Había sed de luz. Había que desbordar esas pequeñas y oscuras atmósferas que apenas se clareaban con la mínima luz que permitían los alabastros. Era ya otro humano. Éste comenzaba a sentir cierta claustrofobia en medio de la reducida ermita del medioevo. Todo fue en realidad una cadena de acontecimientos que permitiría atrapar más luz en la tierra. El avance de las técnicas agrícolas permitió excedentes en la cosecha. Se inauguraba el comercio de la mano de una nueva clase social, la burguesía y con ella, un nuevo espacio, el burgo.
La ciudad ya no cabría en la estrecha ermita. El románico ya no resistía, no lograba contener todo lo que nacía en el interior humano. La “Nueva Jerusalem” no se podía encajar en esa atmósfera tan limitada que posibilitaba el arco de medio punto. Los compañeros constructores del románico, dieron paso a unas fraternidades más jerarquizadas. Hacían falta albañiles y maestros albañiles (maçons) para el nuevo y glorioso templo con el que ya soñaba la cristiandad y sus incipientes ciudades. La antigua fraternidad de los francmasones fue la encargada de dar vida al concepto de catedral. Dicen que fueron los templarios quienes pusieron la pasta. Los muros se ensanchaban y crecían. La luz entraba a raudales a través de esos grandes rosetones que de paso nos contaban historias sagradas. Las nuevas técnicas arquitectónicas con sus arcos ojivales, arbotantes y grandes arcadas nos sacaron de la claustrofobia de la Edad Media. La piedra tallada nos introdujo en el misterio, su símbolo y su aprendizaje sin límite. Quedaba inaugurado aquel libro colosal desbordado de oculta enseñanza.