Al alejarse la experiencia es momento también de esbozar nuestro más ferviente deseo: que toda esta gente tan castigada encuentre futuro más allá del espacio precario y limitado que marca la tienda “Quechua”. Devueltos a la cotidianidad, la isla se aleja y antes de que comience a desaparecer en el horizonte, será preciso extraerle reflexión y enseñanza a la estancia. En medio de este escenario privilegiado hemos visto gobernar a sus anchas a una ley de evolución.
Es precisamente el desarrollo de la conciencia colectiva, la que de alguna forma indica el nivel de evolución en que nos hallamos. Tras la experiencia en la isla de Chíos de diez días como voluntarios, creo humildemente, y consiente de lo polémico de la opinión, que los refugiados son también, en alguna medida, cocreadores de la situación que padecen, son corresponsables. Siempre, siempre “¡Welcomes refugiees!”. Nunca podemos poner en duda nuestro humano deber de acogida, pero al mismo tiempo el refugiado debiera dejar de ser únicamente un sujeto pasivo, receptor de ayuda. Es en la escasez, en la limitación cuando la ley de la evolución se puede observar con claridad. En el entorno de la precariedad, el humano en alguna medida evolucionado, no pensará exclusivamente en él. Tomará conciencia de la necesidad grupal.