Podemos encontrar historias bellas hasta en los lugares más insospechados. Yo vengo de hallarla en medio de un cementerio de coches. Allí llegó en grúa mi vehículo moribundo, de allí salió resucitado. Los hombres buenos a veces visten viejo buzo y grasa hasta el cuello. He visto a un fogueado mecánico, curtido en las mil y un calamidades del motor, literalmente correr de un lado para otro afanándose en recomponer el cisco que le llevaba. Durante dos días se empleó en salvar mi coche con piezas de desguace y al final lo consiguió.
Conocer a un hombre bueno a veces sale caro, pero compensa. Un panorama de máquinas destrozadas acorrala al protagonista de nuestra historia. Las apariencias nos siguen engañando. El dolor y la inconciencia permanecen aún grabados en los aceros retorcidos, pero la nobleza también medra entre la herrumbre. Tras burlar una avería mortal, nuestro buen hombre me entregaba las llaves del coche satisfecho. Me cobraba un precio muy inferior a lo que supone una avería de esa categoría. Ha debido de cambiar infinidad de piezas. La correa de trasmisión se había roto desencadenando el estropicio. Quien me vendió el vehículo de segunda mano, me aseguró que la había cambiado, como es preceptivo, a los 100.000 kms, pero no fue así.
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